Habíamos hecho esto varias veces

. Era tan solo un reflejo porque hacía rato había dejado de luchar. Maniatada boca arriba en la cama, con los brazos y las piernas abiertas y extendidas, no había beneficio alguno en resistir.

Habíamos hecho esto varias veces, y la última vez Julia me había desafiado. Creo que sin conocerme lo suficiente había deslizado que yo no era lo suficientemente sádico para ella, cuando la realidad era que yo siempre me contenía, con cierto temor de soltar toda la perversión que ella generaba en mí con esos ojos que pedían más; con ese cuerpo firme y blanquísimo como sus dientes de apenas veintidós años.

Bajé la vela y terminé de pintar una pequeña cruz azul sobre su vientre. La tomé de la nuca con mi mano derecha y puse mi cara sobre la suya mirándola a los ojos. Le advertí que iba a extender línea horizontal de la cruz hasta sus pezones, y le dije que si escuchaba un quejido siquiera, entonces tendría que extender la cruz hacia abajo también, y que la cera iba a sentirse muy caliente en su clítoris. Dejó escapar un suspiro pero ahogó un grito cuando la cera alcanzo su pezón derecho. Yo no podía olvidarme de su desafío. Bajé la vela aún más mientras la llevaba hacia la izquierda, y al llegar a su otro pezón la incliné de golpe haciendo que soltase un generoso chorro de cera. Julia gritó.

Inmediatamente después de gritar abrió muy grandes los ojos, y buscó los míos. La miré como quien mira a un mártir, con admiración y algo de incomprensión. Mantuve la mirada esperando su rendición, la santa palabra que pondría fin a su suplicio. Sólo encontré la profundidad sin fondo en sus ojos negros y eso me excitó como nunca en mi vida antes. Julia ni siquiera pestañó cuando separe los labios exteriores con dos broches de acero. Ahí estaba yo con la vela azul en mi mano y con ella totalmente abierta y vulnerable. Volví a tomarla de los cortos cabellos de su nuca y acercarle mi cara para solamente decirle: “so be it”. y comencé a mover la vela muy despacio desde su pecho hacia abajo, reduciendo cada vez más la distancia a entre la vela y su piel. Al pasar por su ombligo y cubrirlo de azul, la vela estaba a apenas unos veinte centímetros. Hice una pausa y la miré antes de extender la línea sobre su pubis perfectamente depilado. Había lágrimas en sus ojos pero ni una palabra. Ni un gesto hacia mí. Mi mano libre estiró bien su piel haciendo que su hinchado y rosado clítoris quedase completamente expuesto. Acerqué más la vela y la incliné sólo un poco, dejando que tres gotas hicieran que todo su cuerpo temblara. Los negros ojos me miraron y al fin se entreabrió su boca y un susurro tímido suplicó que me detuviese. Yo le retiré entonces la mirada y, fingiendo no haberla oído, sólo sonreí.

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