La madre calientapollas

Ha pasado mucho tiempo. Yo no tendría más de dieciocho años y todavía recuerdo a aquella mujer, tan voluptuosa y que me la ponía tan dura.

La primera vez que la vi ya me impacto. Era un día de otoño con mucho viento y volvía por la tarde caminando por la calle del instituto.

Al cambiar de calle, me crucé con una hermosa mujer que caminaba con un niño.

Era tal su hermosura y el cuerpo tan sensual que tenía, que me quedé aturdido, mirando sin poder disimular sus hermosos ojos negros, sus labios sensuales y carnosos, su cara redonda y sonrosada y sobre todo sus pechos que asomaban impúdicos, casi saliéndose de su escote.

Sus ojos bailaban divertidos y me sonrieron como un pícaro diablillo antes de meterse por un callejón estrecho y sin gente.

Fue un impulso del momento y la seguí, aminorando mi paso y adaptándolo al suyo, al balanceo de sus caderas.

Sus zapatos de tacón infundían un seductor contoneo a sus caderas y sus glúteos se contraían en cada movimiento, hipnotizándome.

Su corta chaqueta negra de cuero no cubría su culo prieto y respingón, tapado por una falda negra de vuelo que la llegaba más arriba de las rodillas.

Unas medias negras de rejilla cubrían sus piernas largas, fuertes y torneadas, y me pregunté cómo serían al tacto, deseando en ese momento acariciarlas, sobarlas.

Sin dejar de fijar mi vista y mi deseo en su culo, me la imaginé sin bragas, cabalgando sobre un cipote grande y duro que la penetraba una y otra vez.

No sabía qué edad tendría, ni me importaba, estaba muy buena, pero el niño con el que caminaba parecía ser su hijo y no debía tener más de diez años, por lo que supuse que debía estar entre los treinta y los cuarenta años, lo que la convirtió automáticamente en una MILF (Mom I'd Like to Fuck), MQMC (Mami Que Me Cogería) o MQMF (Madre Que Me Follaría), y entendí perfectamente el motivo.

Envidié al niño que mamó sus tetas y que retozó dentro de su sexo, entres sus piernas, antes de salir al mundo, a un mundo que deseaba follarse a su madre.

Y en ese preciso momento ocurrió un maravilloso milagro, lanzado directamente por la todopoderosa mano de Dios, conociendo las suplicas de uno de sus necesitados hijos, yo mismo, contra uno de los ángeles caídos, ella misma, posiblemente por no querer follar lo suficiente con su Creador.

Ese milagro se materializó en una violenta ráfaga de viento que levantó repentinamente su falda, exhibiendo en todo el esplendor sus piernas interminables y su  culo duro y levantado.

¡Y no llevaba bragas! O, al menos, eso me pareció en un primer e impactante momento, pero enseguida me percaté que las tenía medio escondidas entre los cachetes de su culo, y ahí desee estar.

Sus medias negras  la cubrían casi hasta la mitad de sus blancos muslos, invitando a sobárselos.

Chilló divertida intentando bajarse la falda, pero el viento amenazaba con arrancarla el vestido, en quitarla toda la ropa, dejándola totalmente desnuda, exhibiendo sus muchos encantos para el disfrute de todo el mundo.

Su hijo situado detrás de ella, más que intentar bajarla la falda, se quedó absorto mirando su culo y, si hizo algo, fue sobárselo, pero no fue el único porque allí estaba yo también.

Con la excusa de intentar ayudarla, aparte al niño de un empujón que chocó su cara con el culo de su madre, y, una vez pude apartarlo, puse mis ansiosas manos sobre sus prietas nalgas, una en cada una de ellas.

Estaban duras como piedras y calientes a pesar del viento otoñal que las azotaba. Su fuego interior las calentaba y desee disfrutar de ese fuego que también abrasaba mi verga inhiesta.

Amasando sus glúteos sin pudor, la desequilibraba, ayudando al viento a desnudarla, pero no dejaba de reírse con una risa sensual y provocadora.

Mis manos, al no poder entrar entre sus apretadas nalgas a pesar de mis intentos, fueron a sus muslos y se metieron entre sus piernas, sobándola la vulva, esquivando el fino tejido de sus bragas, y gozando de su jugoso sexo.

Su risa dejó paso a jadeos y gemidos de placer, y una de mis manos subió por delante hasta sus pechos, sobándolos al principio sobre su ropa hasta encontrar su escote y penetrar en su caliente carne, aprisionando con mis dedos sus voluminosos y pétreos pezones.

La oí gemir de dolor y de placer, y el aire levantó su falda por delante como si fuera una verga erecta, aprovechando la distracción de ella.

Mi otra mano pasó de sobarla el sexo por detrás a hacerlo por delante, y, atrayéndola hacia mí, pude apretar mi verga dura y tiesa sobre sus fuertes nalgas.

Pero no podía parar ahí, tenía que poseerla ahora mismo, y, viendo un portal abierto, la intenté arrastrar hacia allí.

Trastabilló y la oí gemir débilmente:

    ¡No, no, por favor, no!

Pero sabía que en el fondo lo estaba deseando, estaba deseando que se la metiera bien dentro, una y otra vez, que me la follara, que la matara a polvos y que chillara de placer.

Al tirar de ella hacia el edificio, nos pusimos a cubierto del viento que levantaba su falda y nuestra lujuria, pero su labor ya estaba hecha y ahora solamente hacía falta acabarla como Dios manda, follándomela.

Estaba casi dentro del portal cuando un hombre salió de allí, pegando voces muy enfadado.

Tendría unos cincuenta años y llevaba un mono azul.

Debía ser el portero de la finca y no parecía que estuviera muy por la labor de dejarme que me tirara a la calentorra.

Me empujó y tiró de mí, golpeándome en la cara y logrando apartarme de mi presa.

Intenté enfrentarme a él, pero era más fuerte y un fuerte puñetazo en la nariz me provocó una ráfaga de dolor, que nubló mi visión, a punto de hacerme caer, y me disuadió de continuar.

En medio de la confusión, la mujer se giró hacia donde estábamos, dejándonos paralizados al instante.

¡Estaba hermosísima! ¡Con su larga cabellera negra despeinada cubriéndola parte de su hermoso rostro encendido y sus enormes tetazas emergiendo fuera del vestido como si fueran globos hinchados!

Se las metió en un momento bajo el sostén ante la lúbrica mirada de los asistentes, y ¡sorprendentemente le pegó un fuerte y sonoro bofetón al portero en la cara.

Dándonos la espalda, cogió a su hijo de la mano y continuó su camino a buen paso, como si no hubiera ocurrido nada.

Sus caderas se bamboleaban furiosamente y su culo atraía nuevamente mi atención, mientras se alejaba.

Oí al portero:

    ¡Será puta, si lo sé, me la follo el primero, chaval, y luego dejo que lo hagas tú!

Conmocionado por el golpe recibido y sangrando por la nariz, grite furioso:

    ¡Joder, coño, joder! ¡La tenía a punto y la jodiste, gilipollas!

 Y me alejé tan deprisa como pude, detrás del culo de la calentorra, antes de que el portero pudiera atizarme otra ostia.

Le oí gritarme:

    ¡A por ella, chaval, que bien que se  merece esa calientapollas que te la pases por la piedra!

Salí a una calle más transitada y pude ver cómo se metía en un portal próximo, pero no pude llegar antes de que se cerrara el portal, y me quedé fuera con mi nariz rota y mi monumental empalme.

Así acabo mi primer encuentro con ella, deseando poder reanudarlo donde me quedé y poder disfrutar de su cuerpo.

Estuve varias semanas vigilando el portal y el edificio pero no volví a encontrármela, hasta que, por caprichos del destino, nada más dejar de buscarla, me la encontré en la casa donde vivía con mis padres.

Era un día entre semana, por la tarde, y estaba en mi habitación haciendo como si estudiara, acariciando insistentemente mi verga, mientras ojeaba una y otra vez usadas revistas con hermosas mujeres de grandes pechos y culos, cuando unas ya incontenibles ganas de orinar me impidieron continuar.

Y yo que pensaba que una buena erección era incompatible con las ganas de mear.

Me había acostumbrado a meneármela lentamente, para tener unos mejores y más profundos orgasmos.

Escondiendo las revistas debajo de unas prendas, me levanté como pude y, abriendo la puerta de mi habitación, me encaminé hacia el baño que, ¡gracias a Dios!, no estaba ocupado.

Una larga y placentera meada, semejante a un rico orgasmo, me esperaba. ¡Vaya chorro! ¡Qué gustazo! ¡Tanto tiempo reprimido por el estudio de la anatomía femenina!

Lástima por la pared y por el suelo porque con tanta erección no me fue posible atinar con el chorro dentro del inodoro.

Y ¡qué mejor que celebrar una sabrosa corrida, que una cerveza helada recién sacada del frigorífico antes de continuar con mis excitantes fotos!

Caminando en pos de mi bebida, eché una descuidada mirada hacia el salón y allí estaba sentada en el sofá mi madre y, ¡que veo!, una mujer sentada junto a ella y de un vistazo me doy cuenta que era un auténtico pibón.

¡De pronto me doy cuenta que era ella! ¡Ella, la calentorra a la que a punto estuve de violar en aquel portal!

¿Qué haría aquí?¿Que hacía con mi madre?

No importaba, no tenía pruebas para acusarme de algo que no hice, que desgraciadamente no me dejaron hacer.

Solamente importaba que estaba aquí y que iba a rematar lo que dejé sin acabar: follármela.

Seguro que ella también se quedó con las ganas de que me la follara, y venía para lo mismo, para que me la follara, pues iba a tener su bien merecido premio.

Mis ojos se dirigieron directamente a sus muslos y en un instante su recuerdo me quedo indeleble para toda mi vida.

¡Su falda de cuero negro se le había subido, descubriendo sus voluptuosos muslos cubiertos por unas medias negras de reijilla que llegaban casi a sus bragas! ¡Incluso se le veían hasta las bragas también negras!

Y ¡entre sus medias y sus bragas emergían centímetros de sus muslos blancos!

Me quedé pasmado, inmóvil, pegado a la puerta, escondido detrás de un alto ficus, a pocos metros del sofá, posiblemente con la boca bien abierta y babeando, y con mis ojos clavados en el interior de sus muslos y en el promontorio que abultaba sus brillantes bragas.

Oigo a mi madre llamarme y, venciendo mi impulso de huir a la carrera, como si no la oyera, no solo no me quedé quieto en el pasillo, sino que me acerqué como un hijo muy bien educado siempre obediente de sus bien amados progenitores.

No llegué a oír lo que dijo mi madre, pero al levantarse la mujer del sofá, impidiendo continuar observando sus muslos y su entrepierna, me sacó de mi concentración.

Sus inflados pechos ahora llenaban mi visión y en medio, no su canalillo, sino la profunda separación de semejantes montañas.

Instintivamente levanté mis manos y, viendo que se vencían hacia delante, las puse ansiosas manos sobre semejantes melonazos antes de que sus sensuales labios entreabiertos, de un brillante color rojo chillón, se acercaran a mi rostro.

Sin pensarlo, los atrapé al vuelo con los míos, y mi lengua la penetró hasta el fondo, ¡sabían a gloria!, pero antes de que los devorara, alguien tiró de mi bíceps, separándome de mi presa y devolviéndome a la realidad. ¡Mi madre! ¡Siempre la pesada de mi madre!

    Este es mi hijo, Pepito.

Dijo orgullosa mi madre.

    Ya veo que está hecho todo un hombre.

Respondió con voz profunda la mujer, luciendo una sonrisa húmeda e  irónica de dientes afilados.

Me recordó a una loba, aunque ahora pensándolo mejor, era la sonrisa de una auténtica zorra.

De su boca mis ojos fueron a los suyos, negros como el azabache, y me di cuenta de su edad, era una auténtica MILF, y no me importó, incluso me excito, me proporcionó un mayor morbo si cabe.

    Está muy crecido.

Continuó con su voz grave, y yo me dije para mis adentros:

    Y todavía no has visto nada, ya verás cómo crece y crece.

Me imaginé sus labios golosos saboreando mi crecimiento hasta la última gota.

Mi vista descendió a sus pechos, enormes como dos balones de baloncesto, que rebosaban el escote de su camisa, amenazando con reventarla.

Me entraron unas ganas bestiales de comérmelos como si fueran melones maduros, sabrosos y maduros, pero la voz otra vez de mi madre me retornó a la realidad y volví a mirarla a los ojos.

Me quedé con su nombre, Marga, Margarita, y me imaginé quitándola todos sus pétalos, ¡me la follo, no me la follo, me la follo!, dejándola completamente desnuda, y saboreando el dulce perfume que se escondía entre sus piernas.

Dijo que era una amiga suya, y yo también quise ser su amigo, pero con derecho a roce, a mucho roce, a mucho más que roce.

Sus ojos me sonreían, se daban cuenta de mi estado, de que no escuchaba la voz de mi madre, solo la de mi instinto depredador, de mi deseo de meterme en sus bragas negras y comerme su tesoro escondido.

Mi madre comentó que tenía que preparar la cena, y la dijo que la acompañara a la cocina mientras la preparaba y así continuaba contándola chismes, cosas de mujeres, según decía ella.

Mi madre se encaminó la primera y la mujer, al querer ir con ella, puso, como por accidente, su mano sobre mi cipote en erección.

Haciéndose la sorprendida, miro hacia abajo y allí estaba, mi tizona, siempre dura, siempre erguida, siempre lista para entrar a matar.

    ¡Huy! ¡lo siento! ¡cómo la tienes!

 Exclamó fingiéndose asombrada, abriendo mucho la boca.

    Por ahí también se la voy a meter.

Pensé fijándome en el enorme coño que mostraba impúdica en mitad del rostro.

Pero el coño se transformó en una sonrisa maliciosa, y levantó su mirada, apuntando, la muy desvergonzada, a mis ojos.

Antes de que pudiera reaccionar,  se dio la vuelta rápidamente, caminando hacia la cocina donde estaba mi madre.

Pero no fue tan rápida como yo. Lancé mi mano y la di un buen azote en el culo, haciendo que soltara un apenas audible “¡Ay!”, y diera un saltito hacia delante.

Me dolió la mano, lo tenía cono una piedra, pero, enseguida me olvidé del dolor, al verla alejarse meneando el culito.

Estaba en el pasillo, a punto de entrar en la cocina, cuando la alcance.

Agachándome un poco, metí mi mano por debajo de su falda, entre sus piernas, y ¡acerté!,, ahí estaba su coñito bien calentito.

Dio un pequeño brinco y la oí jadear, pero se quedó inmóvil disfrutando del momento.

¡Se hacía la estrecha, la muy putita, como si no se lo hubiera esperado!

La susurré perdón al oído, pero  no retiré mi mano, sino que, apartando las bragas con mis dedos, accedí directamente a su vulva y allí mis dedos hicieron maravillas, acariciando despacito e insistentemente arriba y abajo, incidiendo suavemente en su clítoris, e introduciéndose poco a poco, una y otra vez, como si estuviera follándomela, en su vagina que iba lentamente llenándose de jugos.

Apoyado en el marco de la puerta, se dejó hacer, mientras en la cocina mi madre no paraba de hablar y hablar, ajena a lo que estábamos haciendo, mientras preparaba la comida, como si no tuviera suficiente con el festín que me estaba dando.

De vez en cuando, Marga emitía un entrecortado “Sí” o “No” a preguntas de mi madre, que continuaba sin percatarse de nada.

Escondido en el pasillo sin que mi madre pudiera verme, me agaché y, utilizando mi mano libre, la levanté la falda por detrás, viéndola las nalgas prietas todavía cubiertas por las bragas negras.

Agarré el elástico de sus bragas, y, antes de que pudiera evitarlo, tiré de ellas hacia abajo, bajándoselas a tirones hasta sus muslos y de ahí, a sus tobillos.

Levantó uno a uno sus pies, lo suficiente para que pudiera quitarla las bragas, calientes y chorreando, y me las guardará en uno de mis bolsillos, mientras mi otra mano continuaba trabajándola los bajos, masturbándola sin prisas y sin pausas, sin bajarla la falda por detrás.

Un jadeo algo más fuerte, un pequeño estremecimiento de su cuerpo, y un chorro caliente de líquido que caló mi mano hasta el codo supuso que se había corrido.

Envalentonado, saqué mi cipote erecto del pantalón y lo apoyé fuertemente en sus nalgas, susurrándola otra vez al oído:

    ¡Esto ha sido solamente el principio! ¡Ahora viene lo bueno!

Iba a metérsela por atrás, pero se giró un poco, sujetando mi verga tiesa con una de sus manos y, tirando de él, lo apartó de su culo y empezó menearlo arriba y abajo, arriba y abajo, con energía y ansiedad para que descargara lo antes posible y la dejara en paz.

No me lo esperaba y, temiendo que me pudiera hacer daño e incluso que me lo pudiera romper, aguanté, apoyándome con un brazo en la pared, hasta que yo también me corrí abundantemente en su mano, en mi pantalón, en su vestido e incluso en la pared más próxima, eso sí, emitiendo solamente un ligero  jadeo para no alertar a mi madre.

Se me aflojaron hasta las piernas del placer que sentí, de la descarga que me habían provocado, y me encaminé, como pude, hasta el baño para quitarme el esperma, tanto mío como el de ella.

Mientras me lavaba, escuché que Marga decía a mi madre que iba a marcharse, por lo que, dejando a mi madre en la cocina, fue a coger su abrigo al dormitorio de mis padres donde siempre colocaban la ropa de las visitas.

Salí rápido del baño cuando la mujer ya estaba en el dormitorio agachada cogiendo su abrigo, de espaldas a la puerta donde yo estaba.

En un instante apagué la luz de la habitación y, lanzándome sobre ella, la metí otra vez la mano por detrás entre las piernas, dentro de su sexo, la empujé sobre la cama, y me tiré encima de ella.

Sobre la cama, luchó como una gata furiosa, y yo restregando, en la disputa, mi verga sobre su cuerpo, la tenía cada vez más dura.

Estaba claro no quería que me la follara, era solamente una calientapollas, pero me la había calentado tanto que ya no había marcha atrás.

Forcejeando, rodamos sobre la cama, luchando tan en silencio como pudimos, hasta que, arrastrando la ropa que había encima de la cama, incluyendo colcha, manta y sábana, caímos al suelo.

Mis manos, aprovechando que su falda se la había vuelto a subir dejando al descubierto sus glúteos, se los cogieron fuertemente, y mi cara, beneficiándose de que el escote de su camisa se había abierto todavía más, apartó su sostén y se hundió en sus enormes tetas, besándola y lamiéndola los rígidos pezones.

Sus manos empujaron violentamente mi cara, apartándola de sus pechos, mientras las mías, sujetándola para que no escapara, descubrían mi rabo otra vez listo para entrar en acción.

Esquivé sus manos y, con el peso de mi cuerpo, la inmovilicé lo suficiente para, colocándome entre sus piernas, presionar con mi verga en la entrada a su vagina hasta que se metió dentro.

Un instante antes de metérsela, suplicó angustiada:

    ¡No, no, por favor, no!

Pero al entrar su suplica se convirtió en un sonoro jadeo, que me indicó que ya podía comenzar a cabalgar, y así hice, la cabalgué furiosamente, moviendo mis glúteos frenéticamente, penetrándola una y otra vez sin descanso, tapándola la boca con mis manos cuando comenzó a chillar de placer, retorciéndose bajo mi cuerpo sudoroso.

Todavía no había acabado cuando se encendió la luz del dormitorio. ¡Mi madre! ¡Siempre la pesada de mi madre!

Solté a mi presa, que, como un resorte, se levantó del suelo, tapándose como pudo e, intentando contener sus nervios,  balbuceó a mi madre algo que sonaba como:

    Me he caído al suelo y no encontraba la salida.

Yo, permanecía sin moverme del suelo para que mi madre no me descubriera, y la oí decir, después de unos segundos de silencio:

    Pobrecita, te has desorientado por la oscuridad. ¿A quién se le ocurre no encender la luz?

Continuó diciéndola:

    No te habrás hecho daño, ¿verdad?  Pero tápate, hija mía, que tienes el potorro y todo los demás al aire.

Mirando hacia arriba, vi que efectivamente tenía la falda subida y el chumino descubierto con todos los pelos desordenados, sudorosos y manchados de distintos fluidos, así como, emergiendo de su camisa casi totalmente abierta, sus melones colorados y brillantes de sudor y saliva, encima del sostén bajado hasta la base de los pechos.

Se tapó en un momento, con el rostro encendido y avergonzado, cogiendo a continuación su abrigo y bolso para salir casi a la carrera del dormitorio.

Mi madre detrás la decía apaciguadora

    Tranquilízate, hija, no corras. ¿Quieres un vaso de agua para que se te quite el susto?

Oí como abría la puerta de la calle, diciendo:

    Es muy tarde. Me voy ya. Muchas gracias.

Nada más cerrar la puerta de la calle, mi madre comentó:

    Pobrecita, ¡qué susto se ha pegado! Y ¡como corría con todo eso al aire!

Y se rió maliciosamente.

Yo ya estaba levantado del suelo, pero antes de que pudiera salir del dormitorio, oí como mi madre se aproximaba a la habitación por lo que disimulé haciendo como si colocara la ropa de la cama que estaba en el suelo.

Al ver entrar en mi madre en el dormitorio la comenté:

    Vaya desorden de ropa. He oído ruido y he salido a ver qué ocurría, y he visto esto así.

Logré escabullirme y dejé que mi madre acabara de colocar la ropa, sin pedirme ningún tipo de explicaciones.

¿Seguro que no se había dado cuenta de lo sucedido? ¿Era tan ingenua?

No había acabado de follarme a Marga, había escapado por segunda vez pero me juré que habría una tercera  vez, y una cuarta y más veces, en las que si acabaría gozando de ella hasta el final, con su consentimiento o sin él.

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